domingo, 23 de octubre de 2011

Libros - Polvora y cocaína


 






Fogonazos
Mariano Abrevaya Dios
Pánico el pánico
100 páginas


Los hermanos Poncio son de Villa Urquiza, un barrio más de la ciudad en donde crecieron, se cagaron a trompadas y se drogaron. El mayor es un grandote que sigue viviendo con su vieja y vende cocaína. Toma tanto como vende, lo suyo es la calle; es el que abastece grandes boliches de la ciudad, lo conoce todo el mundo o se le pegan porque siempre tiene algo encima. Su madre se consuela pensando que por lo menos no roba. Los hermanos Poncio están en el balcón terraza de un edificio de la avenida Coronel Díaz, mirando para el parque Las Heras. Es el departamento del menor, más carismático que el grandote, más fachero, más avivado, más responsable. Ganó su derecho de piso fajando a varios, y por una mala movida se comió un año en la cárcel. Después de pasar por la tumba decidió abandonar el consumo de cocaína y, en su lugar, traficarla. Por eso vive donde vive, tiene una camioneta de tipo bien, y una novia brasilera. Los dos hermanos miran desde el balcón y ven acercarse por el parque a la vieja que les trae el pan de cocaína.

“Los hermanos Poncio” es el cuento largo, la nouvelle, que abre Fogonazos y ocupa la mayor parte. Después, dos cuentos brutales cierran un libro brutal. No, mejor: implacable. Es un poco fácil ponerle el mote de policial a “Los hermanos Poncio”: hay tiros, droga, arranca y termina con un asalto y en el medio el ritmo es imparable. Pero sobre todo se trata de una de esas rotundas tragedias modernas. Lo que está ahí todo el tiempo es la sospecha de que alguna cagada va a pasar, ese suspense. Todo muy parecido alguna película de Scorsese como Casino o Goodfellas.

Como en toda buena literatura, hay un encantamiento en Fogonazos alrededor del lenguaje. En este caso un lenguaje claramente callejero pero dosificado, un coloquialismo que va encajando bien, casi perfecto, en la narración. Y hasta llega un punto en que Fogonazos convence a cualquiera de que esas historias no se podrían narrar si no fuera con esos giros orales, ese argot, ese “lenguaje de la vida” con el que cuenta las anécdotas que marcaron la vida de los personajes, que caracterizan sus mañas y defectos. El Barrio y la Tragedia, Mariano Abrevaya Dios se gana un espacio en la serie de los mejores narradores argentinos actuales como Leonardo Oyola o Mariana Enríquez, frente a los que uno se pregunta cómo se puede escribir tan bien.

Por momentos la construcción verosímil que hace Abrevaya Dios, la forma de escritura y relevo de la vida de los personajes, lo acerca bastante al estilo de la crónica. Pero se parece más aún a la anécdota que te cuenta tu amigo del barrio tomando una cerveza en el kiosquito de la vuelta. Todo Fogonazos obtiene su espesura de la anécdota, de esos pequeños desvíos de la trama central que a su vez son el relato de la experiencia de los personajes -y la literatura-.

Después de esa nouvelle que tiene el ritmo y la tensión de la cocaína, en el cuento “Con un rosario en la boca” Abrevaya Dios se toma su tiempo para avanzar despacio, dedicándose al pintoresquismo de la caminata de dos amigos por el medio de una villa, los ranchos, la calma mentirosa de un mediodía, como el prólogo del duelo en un western. El remate, y el del cuento “Fogonazos” –una postal del gatillo fácil-, es temerario, con olor a pólvora rancia.

Hay algo inquietante en el fondo de Fogonazos y es que, aunque todo señale para ese lado, no se trata sencillamente de personajes marginales ni de una literatura marginal. De hecho, los hermanos Poncio están en el corazón de Barrio Norte. Como una contracara de la magistral Oscura monótona sangre de Olguín, los personajes de Fogonazos -sean villeros, dealers o canas-, seguidos de cerca por un narrador que habla desde ellos, están en el centro del sistema, son el corazón mismo de la máquina social y su funcionamiento. Y cuando la literatura le saca la ficha a la realidad, es como mínimo inquietante.

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