lunes, 31 de octubre de 2011

Libros - Clásicas visiones del horror



La literatura de terror tiene poco recorrido dentro de la literatura argentina, y es probable que los más destacados cuentos del género, aunque algunos no lo reconozcan, le pertenezca al fantástico oscuro de Julio Cortázar. Discípulo de Laiseca, periodista y con una obra en tránsito relacionada al horror, José María Marcos entrega en Los fantasmas siempre tienen hambre [Muerte Muertos, 2010] una colección de cuentos de terror en donde relucen grandes homenajes a los clásicos del "género".

Ahí están los relatos de casas embrujadas, casas habitadas por fantasmas. También temáticas recurrentes como el cazador cazado o la vida condenada. Ahí están los monstruos de Lovecraft y casas familiares con espíritu propio como la casa Usher de Poe. Pero lo perturbador en estas historias es quizá que los seres humanos resultan más terroríficos que las apariciones sobrenaturales. Como dice la escritora Alejandra Zina en la contratapa: "hay fantasmas, espíritus malignos, casas embrujadas y zombies. Todos ellos me parecieron criaturas nobles y hasta sentimentales, tipos con códigos. Los personajes realistas no. Un hombre que patea a mendigos, un nene que mata a su gato, un brutal oficial de la Bonaerense son otra clase de monstruos."

Esta vez, Paula Rojo nos hace cagar de miedo con un fragmento de "Resaca", último cuento del libro de Marcos:



De yapa, comentamos otro libro de Mariana Enríquez. Una nouvelle que es más o menos así: Mechi, protagonista, trabaja en el archivo de chicos perdidos y desaparecidos en la ciudad de Buenos Aires, un memorial burocrático a donde van a parar las carpetas de los casos que ya dejaron de ser investigados. Chicos que nunca volvieron a casa, bebés secuestrados por alguno de sus padres: pocos aparecían de nuevo. “La mayoría de los chicos que faltaban eran chicas adolescentes. Que se iban con un tipo mayor, que se asustaban por un embarazo. Que huían de un padre borracho, de un padrastro que las violaba de madrugada, de un hermano que se les masturbaba en la espalda, de noche”. Mechi ordena las carpetas, suma nueva información que a veces traen los parientes, y con cierto fetiche repasa los expedientes durante sus almuerzos en el Parque Chacabuco, imaginando los blancos en la historia, analizando las fotos. Algunos casos se los sabe de memoria, la obsesionan, como el de Vanadis, una hermosa chica de 14 años que se había escapado varias veces de su casa y se prostituía en Constitución, pero que en algún momento desapareció incluso de la calle. Vanadis, ese aguijón picante y miel, es la apertura del tenebroso universo literario de Chicos que vuelven a un submundo urbano de indigencia, dealers, paqueros y prostitución; un realismo tramontina, pero con más olor a fin del mundo, como si no fuera necesario imaginar realidades alternativas para hablar del Apocalipsis: alcanza con describir Constitución (o Plaza Flores o el conurbano) y sus adolescentes arruinados con sus cuerpos descompuestos, pinchando a cualquiera por plata para una dosis más, siniestros jóvenes muertos. La cotidianidad de Mechi, la rutina de trabajo, sus soledades, aparece teñida por esa oscuridad de todos los días que son los chicos raptados, la prostitución infantil y la trata de personas que investiga Pedro, su amigo periodista. Pero entonces pasa algo, una causa desconocida de la que sólo vemos la consecuencia: chicos perdidos empiezan a aparecer en las plazas. Todos aparecen de nuevo... exactamente igual que como desaparecieron, años atrás.

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